Sí, así de contundente y, por supuesto, no del todo. Tampoco se trata de que las velas vuelvan. Pero, si queremos que la transparencia recupere su condición de primera materia prima de todo lo esencial, hay que apagar muchas luces. Sí, porque nuestro iluminado exceso de iluminación está apagando el esplendor que nos fundó y el logrado por esta civilización de los excesos. En pocas otras ocasiones queda tan claro que un antónimo puede resultar la salvación de lo negado. Apagar equivale, ahora mismo y nada menos, a encender lo oportuno para que siga siendo posible lo esencial.
Recordemos, que en estos instantes las regiones árticas están nada menos que seis grados por encima de la temperatura normal para esta época del año. Que hemos tenido records de temperatura todos los meses del año. Que los estudiosos consideran que dentro de dos decenios será inevitable, de seguir la actual tendencia, seguir cultivando en casi la mitad de nuestro país. Que el cambio climático está modificando incluso las instrucciones básicas del ADN para la continuidad de muchas especies, acaso también las de nuestra estirpe.
No pretendo sumar mucho más a los conocidos argumentos que pretenden, por cierto con muy poco éxito, que mermen las emisiones de carbono, responsables directas del incendio del mismo aire. La enésima cumbre sobre el cambio climático, la COP22 de Marrakech, vuelve a posponer los mínimos de sensatez que demanda, no ya el planeta en su conjunto sino el mismo modelo económico que se convirtió en el motor de toda esta devastación. Esta a la que se atreven a considerar progreso. Pero que podría comenzar a serlo realmente si tuvieran a bien acercarse a la coherencia de usar los muchos recursos y tecnologías que pueden, y deben, abastecer tanto la prisa como la comodidad sin desvalijar las despensas del cielo y de la tierra. En la próxima entrega recordaré las menos recordadas.
Como queda bien sabido esa coherencia está en la cárcel a la que ha sido enviada por los poderes de este mundo. Pero todavía no nos han hecho prisioneros del todo a todos. De ahí, que armados de la pequeña vela que es la ingenuidad, algunos sigamos proponiendo la acción individual. Un apaguémonos al menos un poco, consumamos algo menos de energía exógena en nuestras vidas cotidianas: bajemos las escaleras; que los aires, no tan acondicionados como abrasados, se mantengan a temperaturas confortables; que caminemos un poco más y que, como nada pinta peor en cualquier de nuestro hogares que tener iluminada esa habitación no habitada, apaguemos la luz para que no se apague del todo la lucidez. APAGANDO Y APAGÁNDONOS PODEMOS SER LA SOLUCIÓN.